La generación y consumo de energía, esenciales para mantener unas condiciones de vida adecuadas y para alimentar las economías globales, supone entre un 65 y un 70% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Por lo tanto, cualquier intento de reducir los efectos dañinos del cambio climático pasa necesariamente por descarbonizar la matriz energética; esto es, por reducir las emisiones de CO2 y metano que se producen al generar y consumir energí¬a. De hecho, para poder alcanzar los compromisos recogidos en el Acuerdo de Parí¬s, la descarbonización del sector energético debería ser completa a nivel global para 2050.
El vector fundamental de actuación en este sentido es la sustitución de los combustibles fósiles por fuentes energéticas que no conlleven emisiones de CO2 o metano. Actualmente, las candidatas son las energías renovables como la solar fotovoltaica o la eólica, o la energía nuclear.
Las energías renovables cuentan con numerosas ventajas: además de no emitir gases de efecto invernadero, también reducen la contaminación atmosférica. En muchas regiones son ya más competitivas económicamente que las fuentes fósiles y, además, están mucho más distribuidas que aquéllas, y por tanto pueden ofrecer mayores niveles de seguridad energética. Sin embargo, son más complejas de gestionar (por la variabilidad de su producción), y requerirán desarrollar tecnologías de almacenamiento capaces de adecuar su producción a la demanda.
Por su parte, la energía nuclear, que tampoco emite gases de efecto invernadero al generar electricidad, y que produce electricidad a bajo coste una vez instalada, cuenta con costes de inversión muy elevados que la hacen no competitiva en muchas regiones, y genera residuos radiactivos de larga duración, que son la principal razón para una oposición social muy significativa en algunos países.
La tercera tecnología de oferta que se puede considerar es la de captura del CO2 emitido por las instalaciones energéticas basadas en fósiles. Los problemas de esta tecnología están, primero, en que no es capaz de capturar la totalidad de las emisiones, y por tanto no permite llegar a las emisiones cero; y segundo, en que el almacenamiento o uso del CO2 capturado es muy complejo en la actualidad.
Sin embargo, las transformaciones no pueden limitarse a un cambio de las tecnologías de generación, o de oferta. La descarbonización del sector solo podrá tener lugar si las tecnologías de demanda, o de uso final de la energía, se adaptan también para utilizar fuentes descarbonizadas. Esto supone un despliegue masivo de vehículos eléctricos o bombas de calor para climatización, capaces de utilizar directamente la energía renovable o nuclear, o de nuevas tecnologías para la industria basadas en gases de origen renovable.
A ello hay que sumar el cambio en el comportamiento de los agentes: para poder alcanzar los objetivos climáticos en los plazos establecidos no basta ir sustituyendo combustibles fósiles por sus alternativas, es imprescindible también reducir el consumo de energía evitando el despilfarro. Y también será necesario asumir los costes asociados a la transición, que pueden ser significativos.
Nos enfrentamos pues a un reto mayúsculo, tanto tecnológico como social, que solo podrá tener éxito si cuenta con un apoyo de empresas, ciudadanos y políticos convencidos de la necesidad de luchar contra el cambio climático. Un apoyo que debe ser de largo plazo, y que además debe contar con un componente de justicia: como en todas las transformaciones, habrá ganadores y perdedores, y estos últimos deben ser protegidos, entre otras cosas para que no bloqueen la necesaria transformación.